Maleducados. La pérdida del civismo
Se han perdido las formas, este es el diagnóstico. Y las han extraviado, si alguna vez las tuvieron, un amplio sector de nuestros jóvenes
Pérdida de civismo. Los maleducados
Bilbao, Barcelona, San Sebastián, Barakaldo, Pamplona, Irun, Gijón... Las ciudades están muy preocupadas por la pérdida de civismo de no pocos de sus habitantes, que produce serios problemas de convivencia y corrompe el espíritu de encuentro que es la razón de ser de la ciudad. Y para acometer este conflicto -conflicto de libertades por el uso irresponsable de las mismas- han emprendido campañas de civismo, en las que apelan al sentido común de la gente para recuperar lo que se está perdiendo en los parques, en los asientos del metro, en los pasos de cebra, en el ocio nocturno, en los patios de vecindad y hasta en las miradas y formas de relación humana.
No aspiran las ciudades a tanto como a implantar un trato cordial entre individuos, a que los vecinos se saluden y sonrían, a que se hablen o a la extensión de la bondad en el mundo: se conforman con que se respeten los bienes públicos, no se molesten unas personas a otras y que viva cada una su enclaustrada existencia personal sin amenazas. Es un civismo precario lo que se pide, un "laisser vivre" aunque sea una acción pasiva y descreída.
Definitivamente, se han perdido los buenos modales
Se han perdido las formas, éste es el diagnóstico. Y las han extraviado, si alguna vez las tuvieron, un amplio sector de nuestros jóvenes, una generación mimada a la que se ha proporcionado oportunidades que jamás se ofrecieron a nadie, pero que ahora se muestra airada y rendida. ¿Y por qué? Difícil pregunta a la que se atreve a responder el profesor Salvador Cardús, cuya firma hemos visto en las páginas de DEIA y cuyas opiniones escuchamos en Radio Euskadi.
En su libro "Bien educados" (Editorial Paidós), el sociólogo catalán apunta que "la educación cívica está estrechamente relacionada con el sentimiento de pertenencia a un grupo o comunidad". No le falta razón, porque no se ataca lo que se siente como propio. Entonces, ¿son las actitudes incívicas una expresión de desarraigo grupal, un ramalazo de individualismo o una descomposición social? Yo creo que sí, aunque Cardús lo niega y se muestra partidario de una solución más práctica que moral.
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"En educación, las formas son el fondo", esta es la cuestión para Cardús. No importan los valores ni las convicciones, sino que los jóvenes aprendan unos hábitos, unas convenciones formales, como una rutina, que son las normas de civismo. "Una educación cívica que empiece hablando de valores no va a resolver la verdadera cuestión decisiva de cómo debemos actuar para ser consecuentes", dice el profesor. Y añade: "Más que hablar de lo que debemos creer nos conviene hablar de cómo debemos comportarnos". O sea, actuar de una determinada manera, aunque no te las creas. Discutible, pero práctico. Poco sincero, incluso cínico, pero útil y funcional: "Seamos tan formales como convenga por razones prácticas", apostilla el autor de la propuesta, quien no niega que lo importante es el núcleo moral, al que sólo se puede llegar después de que se comprenda la razón utilitaria de una educación previa y formalista.
A esto antes se le llamaba urbanidad, que en su origen eran las normas de comportamiento social pensadas para la gente sin formación, supuestamente ruda, que se trasladaba a la ciudad a trabajar. Y se aceptaban como reglas necesarias para ser admitidos en la comunidad, como el esfuerzo personal a que se sometían para obtener el reconocimiento. Comte-Sponville sitúa la urbanidad nada menos que como "la primera virtud y quizá el origen de todas las demás".
Es verdad. ¿Cómo se puede tener criterio moral si no se tiene un inicial fundamento de corrección? ¿Cómo correr sin antes aprender a andar? "Las buenas maneras preceden a las buenas acciones y conducen a ellas", dice el pensador francés. Esto lo sabemos muy bien los padres. Así que tienen razón las ciudades, en sus cruzadas por el civismo, en llamar al puro respeto formal de las personas y los bienes comunitarios en vez de meterse en la compleja materia de la reeducación pública y la revolución de los valores perdidos.
Yo prefiero por carácter y formación, lo reconozco, una sociedad llena de maleducados convencidos que una sociedad de vecinos bien educados hipócritas. Sin embargo, mi profesión publicitaria, la pedagogía social y también la experiencia vivida en diversos órdenes, incluso la disciplina de las artes, me han enseñado que el debate clásico entre fondo y forma concluyó en una inestable igualdad y en que no existe jerarquía entre ellos: son parte de sí mismos. Yo prefiero emprender una prolongada lucha por los valores (el sustrato moral) que quedarme en la inmediatez de una pírrica victoria convivencial (el civismo formal). Reconozco que mi espíritu radical no es muy práctico. Y acepto, resignado, que la sociedad se comprometa con un civismo superficial. Sólo me queda la duda de cuánto tiempo sobrevivirá este civismo rutinario. ¿Hasta la siguiente crisis? ¿Hasta la amenaza de nuevas tiranías?
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