
Retrato del perfecto caballero.
El nombre de Philip Dormer Stanhope (1694-1773), conde de Chesterfield, ha pasado a la historia de la literatura inglesa como autor de una dilatada correspondencia, dirigida a su hijo bastardo.
Acantilado publica las célebres "Cartas a su hijo" de lord Chesterfield, un clásico de la literatura epistolar que nos ofrece, sobre el encanto de su prosa dieciochesca, el testimonio de una forma de vida.
El nombre de Philip Dormer Stanhope (1694-1773), conde de Chesterfield, ha pasado a la historia de la literatura inglesa como autor de una dilatada correspondencia, dirigida a su hijo bastardo, que constituye uno de los más acabados testimonios del concepto de educación que albergaron los hombres del Antiguo Régimen, no por radicalmente ajeno al actual menos valioso e instructivo, basado en una idea predemocrática de la excelencia que perseguía la formación integral de las elites en todos los órdenes de la vida, muy en particular los referidos al modo de conducirse en la buena sociedad a la que los elegidos por nacimiento estaban naturalmente predestinados y en la que debían, por lo tanto, saber desenvolverse.
Pero las Cartas a su hijo de lord Chesterfield, concebidas y escritas para uso estrictamente privado, son mucho más que un tratado de buenas maneras, y por eso pueden leerse hoy, cuando su función instrumental ha quedado definitivamente obsoleta, con placer y provecho, como delicada muestra de la gran literatura epistolar que fue uno de los modos de expresión preferidos de los escritores del XVIII y, asimismo, como impagable testimonio de toda una forma de vida que tenía, en las antevísperas de la revolución de julio, los días contados.
En muchos sentidos, como explica muy bien el autor de esta edición, Marc Fumaroli, Chesterfield era el prototipo de gran señor dieciochesco, de costumbres libertinas e ingenio mordaz, saberes mundanos y maneras afrancesadas, un orador de grandes talentos que aunaba las inclinaciones literarias y una acusada vocación política. Sin embargo, al contrario que otros caballeros de moral relajada, el inquieto gentilhombre no sólo no se desentendió de la suerte de su hijo natural, sino que asumió, bien que desde la distancia, la formación de éste con inusuales celo y perseverancia, como un Pigmalión obsesionado por guiar cada uno de sus pasos.
Chesterfield escribió más de cuatrocientas cartas, entre 1737 y 1768, al hijo nacido de su relación ilegítima con Elizabeth Du Bouchet, a la que había conocido durante su embajada en La Haya. De esta ingente correspondencia, publicada un año después de la muerte del autor, en 1774, la presente selección reúne las enviadas por los años (1750-1752) en que el joven Philip, siguiendo los pasos del padre, concluía el habitual viaje por el continente -el Grand Tour- con el obligado colofón de una estancia en París -"el lugar del mundo donde, si lo deseas, puedes unir mejor lo útil y lo placentero"-, capital europea de la elegancia y escuela universal de las buenas maneras.
Escritas al modo de los antiguos "libros de conducta", y más orientadas por tanto a la adquisición de los usos corteses que a la obtención de una sólida formación intelectual, las Cartas han sido a menudo censuradas -"Enseñan la moral de una prostituta y los modales de un maestro de baile", afirmó famosamente el doctor Johnson- por su excesiva frivolidad, dada su incitación a la voluptuosidad y su exclusiva atención a cuestiones puramente formales.
Son en este sentido, así lo resalta Fumaroli, como un contramodelo de las ideas pedagógicas de Rousseau, quien al contrario que Chesterfield consideraba a la sociedad la gran corruptora del hombre y personificaba en París todos los males de la civilización. Partiendo de una tradición aristocrática encaminada a perpetuar de generación en generación el modelo del perfecto gentleman, Chesterfield trata de inculcar a su hijo -que, dicho sea de paso, no respondió a sus altas expectativas- las virtudes sociales que él mismo ejemplificaba: la galantería, el buen gusto, la elocuencia, la suavidad en las formas, el arte de relacionarse entre iguales, previniéndolo al mismo tiempo contra las malas compañías, las peores costumbres, los placeres vulgares.
Es un mundo, el de las Cartas, que queda lejos, muy lejos de nosotros, y que sin embargo, debidamente contextualizado, puede ofrecer -además del placer derivado de la lectura de una prosa de extraordinaria brillantez- las mayores enseñanzas. Visto el panorama actual, desearía uno que al menos algunos de estos viejos códigos de conducta, desligados de la clase que los cultivó y transmitió, continuaran estando vigentes.
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