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Tarde séptima. No ofender al prójimo en su honor.

¡Cuántos hombres hay que no serían tan malos si sus padres hubieran tenido el mismo cuidado con ellos que tiene el vuestro con vosotros!

Lecciones de moral, virtud y urbanidad
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Emilio. - Papá, ¿nos contará V. esta tarde algunas historietas?

El Padre. - Veremos si se me ocurre alguna, para amenizar unos entretenimientos tan serios para vosotros.

Jacobito. - Aunque son serios, también vamos aprendiendo sin ningún trabajo muchas cosas útiles.

La Madre. - Por eso debéis agradecer a Dios el haberos dado un padre que os instruya y se desvele por educaros en los principios de la virtud. ¡Cuántos hombres hay que no serían tan malos si sus padres hubieran tenido el mismo cuidado con ellos que tiene el vuestro con vosotros! La suerte del hombre depende en gran parte de la primera educación. Oid pues atentamente todo lo que os dice, para practicar lo que os enseña cuando sea necesario.

El Padre. - Hay muchas gentes que miran, como es justo, con horror el tomar cualquiera cosa que no les pertenece; pero que no tienen escrúpulo de decir todo lo malo que saben de otros, y aun mucho de lo que no saben bien, sin reflexionar que la murmuración hace más daño que el robo, y que la calumnia es un crimen tan grande en muchas ocasiones como el homicidio. Pero veamos, Emilio, si te acuerdas de la diferencia que hay entre murmurar y calumniar, de lo cual os hablé en otra ocasión.

Emilio. - Murmurar, nos dijo V. entonces, es contar con mala intención lo malo que se sabe de alguna persona a otra, u otros que lo ignoraban, ocupación ordinaria de personas que no tienen caridad. Calumniar es mucho mas criminal; es inventar alguna cosa mala contra una persona y hacerla correr como si verdaderamente fuese cierta, con la intención de perderla en la opinión pública. Calumniar es un crimen atroz.

El Padre. - Veo que tienes buena memoria; ahora os contaré un caso para que os penetréis muy bien del peligro que hay en murmurar y calumniar. Escuchad la historia del desgraciado tio Blas.

El tío Blas era un pobre hombre que tenia por oficio el ser mandadero; esto es, hacia los encargos y recados que le encomendaban. Para esto es preciso tener cierta dosis de inteligencia y discreción, y el tio Blas estaba provisto de estas bellas calidades, de modo que no le faltaba que hacer en el barrio de la ciudad donde se había establecido.

Con lo que ganaba sostenía a su familia, y ciertamente hubiera visto correr pacíficamente sus dias, a no haber sido por otro mandadero vecino suyo, hombre envidioso, y que deseaba quitarle los parroquianos. Este picarón se llamaba Gaspar, y por cuantos medios pudo trató de desacreditar al tio Blas, a quien es preciso confesar que le gustaba de cuando en cuando empinar el codo; pero nunca le hizo el vino faltar a sus deberes, pues tenia cuidado de no entrar en una taberna antes de "haber cumplido con su obligación". El envidioso sabia bien todo esto, y sin tratar de excusarle se contentaba con decir al que quería escucharle que al tio Blas le gustaba el vino; y que este vicio en un hombre de su estado era muy peligroso, pues además de no cumplir exactamente con lo que se le encargaba, podia contar a otros los secretos.

A fuerza de repetir éstas y otras palabras semejantes logró que le escucharan. Observaron también que el tio Blas parecía de cuando en cuando haber bebido más de lo que era justo; empezaron a desconfiar de él y a emplearle menos. Como el envidioso ganaba en esto, continuó desacreditándole, hasta que redujo al pobre vecino a no tener nada que hacer.

Desesperado el tio Blas al ver que no poseía la confianza de las gentes que le empleaban antes, tomó la resolución de renunciar al vicio, y lo cumplió. Este esfuerzo apenas lo supo nadie, y el mismo envidioso tuvo buen cuidado de no hablar nada. Ultimamente este infeliz, viendo su familia reducida a la mayor miseria, fué a vivir a otro barrio; mejoró algo su suerte, bien que la reputación que debia a Gaspar le persiguió también allí.

Aquí tenéis una ligera muestra del daño que puede hacer la murmuración; el mismo mal, o mayor puede producir en las demás clases de la sociedad.

Jacobito. - Y ¿en qué paró al fin el tio Blas?

Emilio. - ¡Pobre tio Blas, me da una lástima, papá!

El Padre. - Ahora os diré en qué vino a parar. Ocuparon un dia a este buen hombre en una casa, en la que después se echó de menos una cosa. Como ninguno de fuera había venido, recayeron las sospechas sobre el tio Blas, aunque no habia pruebas para acusarle. Súpolo el envidioso, y al momento exclamó: "Ya lo habia dicho yo, el vicio del tio Blas no podía parar en bien; para ir a la taberna es preciso dinero, y cuando no se gana bastante, se roba". Su maldad transformó luego la sospecha en certidumbre, y no tardó en decir por todas partes que el tio Blas habia robado una alhaja; tanto, que efectivamente llegaron a creer que era un ladrón. De aquí resultó que prendieron al tio Blas, y a no haber parecido la alhaja después de mucho tiempo, no lo hubiera pasado bien.

Salió inocente, y aun le indemnizaron los perjuicios con una ligera suma; pero como su familia contrajo deudas durante su encarcelamiento, luego que las pagó se quedó tan pobre como antes. Aunque se presentó de nuevo a ser mandadero, nadie le empleaba; todos desconfiaban de él. Sus desgracias fueron en aumento, cayó enfermo y murió en un hospital, abandonado de todo el mundo. Ved lo que hicieron la murmuración y la calumnia.

Emilio. - ¡Qué caso tan horroroso nos ha contado V.!

El Padre. - Es cierto, hijo mío; y ten presente que jamás se habla mal de una persona sin hacerla daño. No divulguéis nunca las faltas de otros; todos las tenemos, y así seamos indulgentes con los demás para que ellos lo sean también con nosotros. Sabed además que aunque se escucha lo que dicen los murmuradores, se les desprecia y se les teme, porque no hay uno que no crea que al volver la espalda no harán lo mismo con las gentes de quienes acaban de despedirse. En cuanto a los calumniadores, se les aborrece, y cuando se les convence de tales en los tribunales de justicia se les castiga con penas infamantes.

Jacobito. - Si supiese yo por casualidad que una persona habia cometido una acción perjudicial a alguno, ¿debería decirlo?

El Padre. - Sí, porque toda infracción de las leyes no debe entrar en la clase de aquellas faltas que debemos mirar con indulgencia. Supongamos que vieses a un hombre robando alguna cosa, el silencio tuyo en tal caso seria una falta grave, que hasta podria hacerte cómplice del crimen mismo.

Emilio. - Dígame V., papá, si viniese una persona a tomar informes de mí de otra que yo conociera, y de la cual quisiera servirse aquella, ¿debería decir yo todo lo que supiese?

El Padre. - Así lo bueno como lo malo. Para que lo comprendas bien te pondré un ejemplo. Un amigo tuyo quiere poner cierta cantidad en casa de un comerciante que llamaremos Tomás, porque cree que es un hombre íntegro; sin embargo sabiendo que tú le conoces y le tratas, viene a pedirte informes, confiándote su designio. Tú sabes que Tomás, aunque goza de crédito, no está muy bien; que juega recio, y que todo lo que posee es una vana apariencia.

Estás seguro de que si le entrega el dinero lo pierde; y no obstante no te atreves a decirle lo que piensas, temeroso de perjudicar a Tomás; se te figura que es murmuración., ¿ Crees que es delicadeza el callar ? No, amigo mío; es timidez, es debilidad culpable. Tu amigo que, solo te ha oido hablar bien de Tomás, le ha entregado el dinero, y lo ha perdido efectivamente. Desde aquel instante te acusa de mala fe, te aborrece, y tú no tienes nada con qué poder justificarte. Cuando se trata de impedir que un hombre de bien sea víctima de un malvado, es un deber descubrir los vicios.

Debemos tolerar mutuamente las faltas.

El Padre. - Un hombre sabio ha dicho: "Todos estamos amasados de errores y debilidades, por consiguiente la primera ley de la naturaleza es tolerarnos unos a otros". El que no quiere tolerar las faltas ajenas, ¿con qué derecho podrá pretender que se toleren las suyas? El que exigiese que todos pensasen como él, aunque por otra parte su modo de pensar fuese muy razonable, sería el hombre más insoportable; es bien cierto que no existiría una reunión de hombres a no ser por una especie de indulgencia recíproca.

Emilio. - Papá, ¿deberé corregir a otros?

El Padre. - Sobre eso hay mucho que decir. La corrección es una especie de remedio aplicado a un mal moral; pero como tales curas suelen ser muy raras, es menester escasear los remedios; esto es, no conviene dar indirectamente consejos que serían mal recibidos. Si te interesa una persona, y la crees bastante prudente y dócil para corregirse, si es que tiene necesidad de ello, díle a solas lo que te parezca propio. El que nos reprende con acrimonia, o con demasiada ligereza hiere nuestro amor propio, y nos imaginamos que es envidia suya, con lo cual su lección queda perdida. Nunca parece bien en un joven corregir a un anciano, ni un inferior a un superior.

También debemos tolerar las impertinencias de los enfermos; es un deber de la humanidad. Huir de ellos es una crueldad que agrava su mal estar. Cuanto más sufren, tanta mayor paciencia y dulzura debemos ejercer con ellos.

Hay otro vicio, bastante general, y que no prueba un corazón sensible, y es el alegrarse del mal ajeno, supongamos el reirse cuando uno cae. Yo he visto personas que hasta se reian de una muerte que les acababan de contar. Los insensibles, poco contentos con los bienes del alma que poseen, parece que se deleitan en hacernos ver lo poco que valen. No faltan tampoco personas que, luego que ven a un jorobado, a un tuerto, a un cojo, tratan de ridiculizarlos imitando los defectos naturales, que tal vez los adquirieron en la guerra, o por culpa de otros. Decidme, insípidos burlones, si os hubiera tocado igual suerte, ¿os gustaría que os tratasen como vosotros tratáis a esos desgraciados? A buen seguro que no.

Podéis reiros de un vicio, de un hábito ridículo; pero una enfermedad no es un vicio, un defecto corporal no es un hábito ridículo; es una aflicción para el infeliz sobre quien recae. Hijos míos, temed degradaros con semejantes burlas, jamás alteréis la dulce sensibilidad de vuestros corazones; salid al encuentro a los que sufren; y si otros los afligen, consoladlos; la satisfacción interior que probareis con esto, es mil veces superior al fugaz placer que puede sentir otro en oir las bufonadas de algún miserable chistoso.

A nadie se debe humillar.

Prosigue El Padre. - El mismo principio de moral y humanidad nos manda que a ninguno humillemos. Reírse de las desgracias ajenas procede a veces de ligereza, de falta de reflexión; al paso que el orgullo, que nos conduce a humillar a un semejante nuestro, procede necesariamente de un mal corazón.

Jacobito. - ¿Y si algún orgulloso quiere mortificarnos?

El Padre. - En tal caso es perdonahle abatirle para contenerle en los límites debidos; es una defensa justa y natural. Humillar a aquel que está bastante abatido por la desgracia, es querer amargar más su cruel situación. Acordaos, hijos míos, que todos los hombres somos hermanos, y el que trata de humillar a su hermano, infringe las leyes de la naturaleza, y se opone a la voluntad de Dios. Sed buenos con todos; haced de modo que el pobre se estime más a sus propios ojos, y así evitareis que se degrade. Si la fortuna os favorece, no dejéis por eso de ser atentos con vuestros inferiores; os lo agradecerán, porque acostumbrados al insolente desprecio de tantos necios que establecen en sus riquezas el derecho de tratar orgullosamente a todo el mundo, creerán que es generosidad vuestra; os querrán; y la práctica de una simple regla de moral os gran-jeará amigos.

Cuando os halléis en sociedad con iguales vuestros, tened gran cuidado de no ofender el amor propio de nadie. A veces una chanza pesada puede tener muy malas resultas; oid en prueba de ello el caso siguiente. Había uo joven que cantaba muy mal, pero al menos tenia la costumbre de no cantar jamás en ningún concurso. Otro, que deseaba mortificarle, se empeñó en hacerle cantar en una tertulia. Resistió todo lo que pudo cortesmente, pero el otro insistió, alabando malignamente su pretendida habilidad. Muchas personas se unieron a él, creyendo que si no cantaba era por pura modestia. En fin, el pobre joven cantó como pudo, y salió del paso con mucho trabajo. El chulcador se reía a más no poder; bien que no tardó en arrepentirse, pues al dia siguiente muy temprano, el joven burlado fué a visitarle con una pistola cargada, y le dijo: "Señor mío, anoche V. me hizo cantar, y ahora le haré bailar a V.; y de lo contrario le levanto la tapa de los sesos". No esperaba el burlón semejante cumplimiento; mas como vió que iba de veras, quiso más bien bailar que morir. Divulgóse por el pueblo esta aventura, en mucho tiempo no se atrevió a salir de casa, temeroso de que le ridiculizasen.

Tened por regla segura lo que voy a deciros ahora. Si queréis vivir en paz con todos, tolerad las faltas ajenas, y nunca ofendáis el amor propio de nadie.

 

Nota
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