La urbanidad de las relaciones sociales. La urbanidad en las calles.
Si un carruaje se halla atravesado de tal modo que no deja más que un estrecho paso entre él y las casas, no debéis dar de codo ni apretar groseramente a los transeúntes a fin de caminar deprisa.
Algunos lectores se sorprenderán de ver que principiamos este artículo por las consideraciones que se deben a los transeúntes; más si reflexionan un poco conocerán que aún se pueden decir muy buenas cosas sobre este particular.
Cuando atravesáis una calle y alcanzáis a ver una persona amiga, una señora, un anciano, debéis disponeros a dejarle la acera.
Si un carruaje se halla atravesado de tal modo que no deja más que un estrecho paso entre él y las casas, no debéis dar de codo ni apretar groseramente a los transeúntes a fin de caminar deprisa; aguardad vuestro turno, y si la casualidad os depara en esas circunstancias alguna de las personas arriba mencionadas, debéis retiraros hacia la pared para dejarle paso. Ella al pasar debe saludaros atentamente.
Es preciso tener mucho cuidado al tiempo de andar para no salpicar con el lodo a los demás y evitar también el mancharse uno propio. Toda persona, y sobre todo las mujeres, que caminan de un modo tal, por esmerada que sea su educación, parecen toscas y groseras. Bien sabido es que notables son los cortesanos bajo este aspecto, se les ve atravesar largas y enlodadas calles; evitar los transeúntes apiñados, los carruajes que se cruzan en todas direcciones, y volver a su casa sin una sola mancha después de una travesía de muchas horas. Para llegar a este grado de destreza, que es objeto de la admiración y envidia de los provincianos, es menester poner cuidado en no sentar el pie en los bordes del empedrado sino en el centro, para evitar el resbalar.
Las señoras deben recoger con la mano derecha su vestido a la altura de las botas. Recoger el vestido por ambos lados y con las dos manos, es de mal tono y no puede tolerarse sino cuando hay muchísimo lodo y, aún entonces, momentáneamente. Una cosa muy importante en las calles de una gran población es apartarse y evitar lastimar o rozar con los transeúntes al propio tiempo que es uno mismo apretado o manoseado.
Descuidando este punto os exponéis no solamente a parecer torpe y ridículo, sino también a recibir golpes peligrosos, Marchad de costado y anticipaos a calcular la línea que debéis seguir para no tropezar con la persona que marcha en dirección opuesta a la que lleváis. El cuidado y la costumbre contribuyen a hacer practicable y familiar esta obligación. No es lo más a propósito para hacer con soltura esta maniobra llevar un paquete, o bulto, o paraguas, sobre todo abierto; en este último caso es preciso bajarlo o subirle o colocarle de lado según convenga. El descuido de estas precauciones expone a mil percances que a veces pueden ocasionar serios disgustos.
Es un deber de atención (sobre todo en las pequeñas poblaciones donde más o menos todos se conocen) cuando sobreviene un aguacero y se lleva paraguas, ofrecerse a acompañar hasta su casa a la persona que se encuentra desprevenida. En cuanto a las grandes capitales es preciso tener en cuenta la edad, el sexo y el traje, pues sería mal visto que un caballero tuviese esta atención con mujeres cuyas maneras inmodestas las diesen a conocer por de malas costumbres.
Hay también otra atención respecto a las calles, que consiste en la indicación de la ruta o camino que se busca. Cuando necesitéis de este servicio, debéis saludar politicamente diciendo: "caballero, ¿tiene Usted la bondad de decirme hacia dónde esta tal calle?
Antes que a los transeúntes, vale más os dirijáis a los que tienen puestos fijos en las esquinas y sobre todo en Madrid a los mozos de cordel cuya proverbial lealtad y exactitud son una garantía de acierto para el provinciano que cruza el laberinto de la capital.
Los madrileños son justamente citados por su amabilidad y complacencia en indicar el camino al transeúnte, y es costumbre que merece ser imitada. Cuando una señora o persona distinguida reclamase vuestros auxilios, debéis descubriros al contestarle. Hay gentes groseras y malignas que tienen a placer extraviar al transeúnte, y semejante proceder es digno del mayor desprecio.
En cuanto a los jóvenes que imbuidos de una falsa idea tienen por regla absoluta que las cortesanas son coquetas y fáciles y, que por otra parte, creen que en una gran población todo les es permitido, deben saber que todo caballero que se propasa a dirigir cumplimientos extemporáneos a las señoras, las sigue, escucha su conversación o concluye la frase por ellas principiada, se granjea el desprecio de las personas sensatas. Un joven de buen tono no debe permitirse jamás mirar de demasiado cerca a una señora, pues pasaría por un impertinente que mira (como se dice vulgarmente) las personas bajo la nariz. Si alguna vez le ocurriere esto a causa de alguna equivocación producida por la semejanza, debe saludar y excusarse.
Cuando hay más personas reunidas en un punto dado, es cabalmente cuando estos necios se entregan a sus groserías a las que dan el sobrenombre de hazañas de apreturas, bien porque les favorezca la confusión para la impunidad, ya también porque los menos descarados de entre ellos creen que el tropel y confusión está fuera del dominio de la atención y urbanidad. Esta opinión de que participan algunas personas, es un error. La política y atención se hacen más indispensables aún con motivo de la proximidad. ¿Por qué las apreturas, son ordinariamente tan desagradables, y aun peligrosas? Consiste en que el hormiguero o masa de personas sin educación que oprimen brutalmente a sus vecinos con las manos y los codos; que no siguen el flujo y reflujo del movimiento general; que con motivo del menor choque prorumpen en vivas querellas y con sus quejidos, gritos, y continua agitación hacen insoportable una situación que sin ellos no sería más que molesta.
Cuando se encuentra en la calle una persona amiga, se le debe hacer un saludo inclinándose y descubriéndose si hay lugar. Algunas veces no basta con un simple saludo, es preciso dirigirse a la persona y enterarse del estado de su salud, sobre todo si se la vé con frecuencia. Cuando ocurre encontrarse en la calle dos personas conocidas, el interlocutor de menos consideración debe situarse fuera de la acera a fin de evitarle la vecindad de los carruajes. Sería soberanamente ridiculo entablar una larga conversación reteniendo asi cual de su grado la persona abordada. Si os encontráis en el caso de decirle alguna cosa urgente debéis rogarle os permita tener el honor de acompañarle.
Cuando se va con una persona extraña a aquella con quien se encuentra, es preciso limitarse a saludar a esta última sin detenerse, pues en otro caso, se colocaría a la persona que se acompaña en una posición desagradable. Esta civilidad pasa a ser un riguroso deber cuando se va en compañía de una señora.
Cuando una persona de vuestra amistad está asomada a un balcón o ventana, al distinguirla debéis dirigirla un saludo; pero es preciso evitar el hablarla desde la calle y hacerla signos, pues es una costumbre de muy mal tono.
Entrar en largo diálogo con las gentes ordinarias y mal educadas que convierten en salón las aceras que están delante de su puerta, es ser casi tan mal educado como ellos.
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