De algunas señoras, metros y micros
Soy mujer, y cuando sea anciana seguramente pediré la silla, pero mientras sólo sea una persona mayor pero razonablemente sana, me daría vergüenza hacer parar, por ejemplo, a un obrero que viene de trabajar todo el día y se queda dormido de cansancio
¿Sociedad educada o ignorante?
Tal como el título indica, escribiré sobre tres cosas, que juntas, suelen funcionar de manera que oscilan entre lo paradójico, lo molesto, y lo gracioso.
No sé de donde proviene la campaña de concientización respecto al acto noble de ceder el puesto a mujeres embarazadas, ancianos y personas con alguna enfermedad que indique discapacidad para sostenerse estóicamente de pie, tambaleantes, en la micro o el metro. Esta campaña es loable, necesaria, y casi un acto que debería obedecer a la lógica, o el sentido común, si por ejemplo todos lo tuvieran y ejercieran de la misma manera.
Nada más molesto que aguantar dolores o muletas de pie, en un medio en movimiento, con calor, apretados. Nada más inquietante que ver una pancita de varios meses en medio de tanto maletín, bolso, codo y guata que pueden potencialmente dañar al pequeño ser que se forma dentro de toda mujer en cinta.
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Sin embargo, y a todo esto, ¿en qué momento toda señora mayor de 55 años entró en el grupo de vulnerabilidad y se embolsilló la propiedad implícita de los asientos?
Si bien no todas ingresan con cara de tragedia, suspirando y entrecerrando los ojos como si enfrentaran una de las siete plagas, muchas sí hacen uso del recurso "dar pena" para demandar un asiento por el que todos los presentes (no pensemos acá en los que se cuelan sin pagar, porque se desconfigura el tema) han pagado y, por tanto, tiene derecho a usar.
No falta la que de hecho lo pide, y se indigna si el/la apelado/a se niega o la ignora, porque vamos, muchas de ellas simplemente quieren sentarse porque están tan cansadas como el prójimo previamente acomodado. Y ese es el punto: ¿de cuándo acá la edad media el cansancio o la enfermedad? Soy parte de la población en peligro de hostigamiento por parte de estas damas, ya que siempre me miran con sospecha (si está tan joven, ¿por qué se sienta?).
Me he subido (preferencialmente al metro, soy extranjera y las micros representan un desafío adicional para mí) presa de los cólicos menstruales, resfríos, dolores, torceduras y cuasi fracturas de pie más demenciales, sólo para que otro ser humano me quiera parar simplemente porque me lleva como 30 años de edad: le doy la silla a todo anciano (entiéndase por anciano aquel ser humano arrugadito, canoso, que evidentemente está más que cansado porque lleva por lo menos 65 años a cuestas), persona post-accidentada, envarillada, post-operada, con cara (y color) de querer vomitar y etcéteras varios indicadores de un malestar o enfermedad real (que estas señoras no han entendido, se sabe, se nota, no se puede fingir) y a la niña embarazada (o la/el que lleva un bebito en brazos, pero un bebito, no un niño como de 7 años que cargan para hacer la payasada) pero no, y definitivamente no, a estas queridas tiranas del transporte público, que creen que su género y mediana edad les hacen acreedoras del derecho a juzgar que nadie está más cansada/o que ellas.
Hay que tolerar comentarios de más de 15 minutos al respecto de lo "mal educada que es la gente", la "falta de consciencia", "la desconsideración hacia las mujeres". Soy mujer, y cuando sea anciana seguramente pediré la silla, pero mientras sólo sea una persona mayor pero razonablemente sana, me daría vergüenza hacer parar, por ejemplo, a un obrero que viene de trabajar todo el día y se queda dormido de cansancio, o a tantas personas que sin necesidad de actuaciones, verdaderamente viajan deseando llegar a sus casas para quitarse los zapatos y tenderse a descansar.
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Ceder el asiento constituye un acto voluntario de buenas maneras en el cual uno es consciente de que otra persona realmente requiere comodidad y descanso, y por tanto, le permite ocupar una silla que en medio del hacinamiento que hoy en día reina durante las horas más congestionadas del día es realmente importante y significativo. Cuando se convierte en orden que obedece al capricho de quien se pone por encima del otro, porque considera que su comodidad prima sobre la del prójimo aún en ausencia de argumentos que acompañen dicha asunción, asistimos a una especie de desconfiguración del concepto, y a una suerte de abuso sobre la buena voluntad.
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