Los deberes para con nosotros mismos. II.
Un deber que estamos obligados a cumplir con respecto a nosotros mismos, es el de refrenar nuestras pasiones.
Procuremos conservar nuestra salud, como una joya preciosa, que una vez perdida jamás puede recobrarse. ¡Qué remordimientos, qué vergüenza para esos jóvenes decrépitos que ostentan la nieve del invierno en la verde primavera! ¡Enfermos y achacosos se sirven de estorbo a sí mismos, de ludibrio a los demás! ¡Cuánto darían al sufrir esa lenta agonía que mina su existencia y les abre las puertas del sepulcro, por recobrar aquellas horas de un placer, siempre mezclado de amarguras, que han consumado su ruina! ¡Cuánto envidiarían, cadáveres vivientes, a los que conservan toda su robustez y lozanía, y pueden entregarse a una vida alegre y laboriosa! ¿Y a quién elevatán sus quejas? ¿A Dios, cuya infinita bondad han desconocido? ¿A quién pedirán consuelos? ¿Al mundo, que merced a sus locuras no puede ya contarlos entre sus útiles hijos? ¡Ah! aprrtemos, apartemos nuestros pasos de esa senda de cieno que engaña nuestra vista con las flores de que está cubierta; apartémonos, cuidadosamente, porque al que se hunde una vez en ello, solo le queda por eterno patrimonio lágrimas y desventura.
Otro deber que estamos obligados a cumplir con respecto a nosotros mismos, es el de refrenar nuestras pasiones, porque son los más encarnizados enemigos de nuestra tranquilidad y bienestar.
Es un enemigo que siempre está en acecho para atacarnos, y que toma todas las formas, aún las más inocentes y seductoras, para sorprendernos y uncirnos a su carro, de triunfo. Como los buenos caballeros de la edad media, estemos siempre armados de punta en blanco; estemos siempre en vela, dispuestos a disputarle palmo a palmo la victoria. No importa que nuestro corazón vierta algunas veces sangre; no importa que nuestros ojos derramen lágrimas; siempre serán menos amargas y copiosas, que las que derramaríamos si fuéramos vencidos.
Acostumbrémonos desde nuestra primera edad a hacerlas sentir el yugo de la razón, y como los pueblos esclavos, no se atreverán a levantar e! grito. No olvidemos que el dominar las pasiones es efecto de la costumbre, que el que lo consigue vive siempre feliz y tranquilo, dueño siempre de sí mismo; y el que se entrega inconsideradamente a su ímpetu, es como una nave sin velas ni brújula que vaga por el Océano azotada por las olas, y concluye por estrellarse entre los arrecifes de la playa. Procuremos educarlas desde la infancia, y no ceder jamás a ninguno de sus irreflexivos arrebatos. Si descuidamos por algunos años, por algunos días, por algunos instantes tan sólo, el sujetar con mano fuerte las riendas de nuestras pasiones, se parecerán a un caballo furioso y desbocado, el cual, antes que consigamos hacerle tascar de nuevo el freno, habrá sembrado de muerte y ruinas cuanto encuentre a su paso.
El que se abandona a sus pasiones no puede ser buen hijo, buen esposo, buen padre, ni buen ciudadano; no puede ser útil, ni agradable, ni apreciado en sociedad; no puede, por último, poner en planta las hermosas máximas de la caridad cristiana, porque esta nos manda, ante todo, dulcificar nuestro carácter, y fundar en nuestro corazón el suave imperio de la continencia, de la mansedumbre, de la paciencia, de la tolerancia, de la resignación cristiana y de la generosa beneficencia. Nuestro mismo instinto egoísta nos lo manda; procuremos ser apacibles para ser dichosos.
La vida es una continua lucha de tormentos; todos reconocemos que está sembrada de desengaños, de contrariedades, de peligros, y que el hombre es impotente para sobreponerse a todas estas calamidades. Si toda la furia de nuestras pasiones no tiene poder para obligar a la suerte a retroceder una sola línea en el camino que se ha trazado, prueba es de que inútil y vana, y que obraríamos tan locamente, obstinándonos en contrarestarla, como un niño que se empeñase en embestir un fuerte muro con un tubo de vidrio, el cual por precisión ha de caer al instante hecho pedazos.
Más sensato es, por lo tanto, y hasta más cómodo procurar se pacientes y sufridos, porque de la calma y la paz surge la fuente de la alegría. Al hombre, y sobre todo a la mujer, no le basta ser bueno, es precios además que lo parezca, ha dicho un distinguido escritor contemporáneo. El cuidado de una buena reputación ha de ser, pues, uno de nuestros principales cuidados. Debemos atender con esmero a guardar siempre ileso nuestro decoro, y no basta que la conducta sea recta, sino que es preciso que las apariencias estén siempre tan en armonía con ella, queno dejen lugar a las dudas ni a las sospechas.
La consideración no se adquiere con palabras. Un bien tan precioso quiere un precio real, y necesita el auxilio de la disercción y el decoro, para cimentarse hondamente en el ánimo de cuantos nos rodean. Existe, independientemente de la buena conducta una multitud de atenciones, de precauciones, de delicadezas, que aunque nimias y embarazosas a veces, jamás deben despreciarse. Las jóvenes, sobre todo, saben cuanto las atormenta y deslustra la sola sombra de una sospecha. Esta sombra es menester evitarla a toda costa, y someterse para ello a todas las rígidas prácticas del decoro.
El decoro, dice M. Amadeo martín, es el complemento de las costumbres, y hace parte indivisible con la moral. Un farsante no sabría jamás enseñarlo, porque es un sentimiento que nace de la educación del alma.
En los días sangrientos del terror, se vio en Francia desaparecer completamente el decoro, y lo que da a esta época un carácter único en la historia no es que haya habido verdugos, sino que estos verdugos se hayan complacido en mostrarse bajo las formas más despreciables. Todas las clases de la sociedad hacían público alarde de una descarada impudencia, de un vergonzoso cinismo, que degradaba y envilecía, hasta a las perdonas más sensatas.
No confundamos el decoro con la hipocresía. El primero es la antítesis de la segunda, porque aquel nace de la nobleza de los sentimientos, y ésta de su depravación. Sin embargo, entre el repugnante cinismo y la hipocresía, todos los espíritus delicados darán la preferencia a esta última, porque la hipocresía tiene al menos el instinto del pudor, y el vicio avergonzado se cubre con un velo; mientras el cínico se complace en hollar bajo sus pies la castidad y la inocencia y y arrastrar tras si a los incautos con la perversidad de su ejemplo.
A mas de decorosa, nuestra conducta debe ser siempre digna, y no descender jamás de la esfera en que nos ha colocado nuestra educación y nacimiento.
El sentimiento de dignidad, es el que no nos permite rebajarnos en ninguna circunstancia de la vida, y el que mejor nos granjea la pública estimación. La dignidad impedirá a ia mujer practicar todo aquello que sea ofensivo a su sexo, a su rango, a su estado y a sus deberes. Será la invencible egida de su virtud, y escudada por ella, sabrá siempre imitar a la mujer fuerte que nos ofrece como sublime ejemplo el Evangelio. La dignidad hará que el pobre se honre con su trabajo, que el rico no haga un vano alarde de sus caudales, que el ciudadano no rehuse el ser útil a su patria, que el hombre, en fin, de todas las condiciones, sea fiel a sus compromisos y tenga la severa probidad por lema, porque la dignidad es el amor propio bien entendido que Dios ha estampado en nuestras almas para darnos estímulo en los trabajos de la vida; es el justo aprecio que formamos de nuestras cualidades, cuando no nos extravía el orgullo ni nos rebaja el apocamiento de los espíritus mezquinos, juntamente con el justo aprecio que hacemos de los demás, pretendiendo en su estimación el lugar que por nuestras virtudes merecemos.
Sin la dignidad el hombre sería un ser bajo y rastrero, incapaz de grandes acciones; mientras que un alma digna y noble siempre sabrá infundir admiración y respeto, y sobreponerse a todos los infortunios de la vida.
Y ahora que he demostrado a mis tiernos alumnos sus deberes hacia Dios y hacia sus hermanos, hacia sus padres y para consigo mismos; ahora que he procurado educar su alma y saturarla con aquella benévola cortesía moral que es la verdadera base de la urbanidad, pasaré a demostrar los usos y costumbres convencionales con que los hombres de las naciones cultas han procurado dar realce a todos sus actos, para comunicarles ese indefinible encanto de una educación escogida , que hace tan grata la sociedad.
Sin embargo, no olvidéis que, como he dicho en otra parte, estas exterioridades son solo el ligero barniz que el tiempo y las pasiones pueden destruir, y que el gran secreto para ser verdaderamente corteses, es tener siempre la intención de obrar bien, porque el mundo la adivina y la aplaude, aun al través de la tímida modestia y la inexperiencia juvenil.
San Agustín decía: "amad a Dios y haced después lo que os agrade"; y yo diré a los jóvenes que se presenten por primera vez en el mundo: " sed modestos y afectuosos, y no es inquietéis por los errores de vuestra inexperiencia y juventud ".
- Los deberes para con nosotros mismos. I.
- Los deberes para con nosotros mismos. II.
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