
El tiempo de ocio y la urbanidad
El hombre que se ocupa en su trabajo y en sus aficiones no desarrolla vicios y corrupciones
El tiempo de ocio y la urbanidad
¿Por qué se ven tantos vicios y tan variados, tantos placeres buscados con afán y tanta corrupción de costumbres?
Porque hay demasiada multitud de ociosos. El hombre que trabaja no cuida sino de sus faenas, y no tiene tiempo de pensar en ninguno de los objetos que le rodean; pero el ocioso es un ente siempre inquieto, siempre disgustado hasta de sí mismo, siempre infeliz por no saber como llenar los vacíos del tiempo que corre tan pesado para él, como vuela ligero para los que se ocupan en el trabajo. De aquí es que, como todos saben, la ociosidad es la madre de todos los vicios.
¿Qué no han hecho todas las naciones para desterrar la ociosidad?
Solón hizo que se admitiese en Atenas una ley de Amasis, rey de Egipto, por la cual los ociosos eran condenados a muerte, y cualquiera ciudadano tenia derecho de denunciarlos. Conforme a las leyes de Egipto, cada ciudadano estaba obligado a comparecer todos los años ante el Magistrado, para dar cuenta de su estado, de su oficio y de sus ocupaciones. Entre los mahometanos hay un precepto del cual no están exentos ni aun los Soberanos; pues el mismo Sultán está obligado a aprender un oficio aunque no sea más que por el buen ejemplo.
Cleanto, sabio filósofo y personaje grave, fue citado ante el Areópago para dar razón de su conducta. Todo el pueblo acudió a ver como salía de su acusación, porque sabían que era absolutamente pobre, y pasaba los días en el pórtico donde tenía Zenon su escuela. Cuando estuvo presente le preguntaron los jueces con una severa gravedad que imponía respeto y temor: ¿Con qué oficio se mantiene? Entonces Cleanto, con aquella dulce tranquilidad que infunde el testimonio de la buena conciencia, presentó a un jardinero y a una vieja panadera para que respondiesen por él. El jardinero atestigüó que todas las noches iba a sacarle agua para regar; y la panadera depuso que cuanda salía de la casa del jardinero, se entraba en la suya para amasarle el pan que necesitaba. Esta Justificación se grangeó las aclamaciones de todo el pueblo, y los jueces asombrados de aquella grandeza de alma, le dieron suntuosos y cuantiosos regalos, pero él los apreció sin admitirlos, diciendo: "ya veis que tengo un tesoro en mi trabajo".
Preguntémosle pues a D. H.H. en que se ocupa. Yo le veo ir y venir, dar vueltas y revueltas, pasearse y moverse con mucha ligereza y mucho brío, como la ardilla de la fábula; le veo afanado en buscar medios para dar movimiento a su alma entorpecida, y salir de aquel estado tan penoso; pero como aborrece el trabajo, le es como necesario entregarse al ocio, a los placeres, o los desórdenes para sentir al menos que existe; busca nuevos atractivos en los mismos deleites en que está encenagado, los varía de mil maneras para que no le fastidien; y pasa continuamente de unos vicios a otros sin hallar jamás aquella satisfacción que busca en vano.
Eu suma, D. H.H. es un haragán que da ancha libertad a sus pasiones, que duerme, come y digiere; ¿pues por qué no ha de sufrir la suerte del cochino de la fábula? ¿Por ventura no es esta la ley de Amasis que condenaba a muerte a los ociosos? Sí, D. H.H. y toda esa raza que consumen su vida en la ociosidad, desarrollan, en muchas ocasiones, vicios, que causan muchos males a la sociedad.
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