Todos a la mesa. Con buenos modales
La mesa es uno de los lugares donde se revela el grado de educación y de cultura de una persona
Los buenos modales en la mesa un verdadero examen sobre nuestro grado de educación
Aquel dicho que reza "a donde fueres, haz lo que vieres" es particularmente oportuno cuando se está ante una de esas mesas que exhiben más copas y cubiertos que comensales. En determinadas situaciones, sentarse a la mesa puede ser un contratiempo.
Hace ya casi un siglo Manuel Carreño publicó en México su "Manual de urbanidad y buenas maneras". Ahí advierte que la mesa es uno de los lugares donde "se revela el grado de educación y de cultura de una persona". Como sabe El Viajero, la etiqueta, parte esencial de la urbanidad. Conocer las reglas no es suficiente, pues la falta de práctica nos hace torpes e inseguros. Algunos manuales modernos aconsejan sonreír. La sonrisa, dicen, es un buen puente para comunicarse. Claro está, si el comensal se la pasa sonriendo se irá con el estómago vacío.
El tenedor se impuso hacia el año 1500 en Italia y de allí se extendió al resto de Europa. Para esa altura, el cuchillo ya cumplía múltiples funciones. De esos años viene la costumbre de colocar el cuchillo a la derecha del plato y con el filo hacia dentro, para evitar "accidentes". La cuchara también se ubicó a la derecha, ya que al parecer con la izquierda se sostenía el escudo.
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Cuentan que una princesa bizantina casada con un noble veneciano, asqueada de tomar la comida con los dedos, inventó una especie de gran punta de oro para sostener las piezas de caza que esperaban en su plato. El utensilio, llamado fuscina (horquilla), esgrimía sólo dos dientes. Fue Leonardo da Vinci quien le agregó el tercer diente, una innovación modesta para sus antecedentes, pero muy práctica pues la comida vivía cayéndose del tenedor bifronte. Así, cuando apareció el tenedor, hubo de ubicarse a la izquierda del plato, pues la derecha estaba saturada de compromisos. El Viajero admite que, sin tenedor, la cosa era peliaguda, pero con más de dos, las cenas pueden ser catastróficas.
Las mesas elegantes despliegan con buen gusto varios cubiertos y al menos tres tipos de copas, lo que coloca al Viajero ante el dilema borgeano del jardín donde los cubiertos se bifurcan. El Viajero Ilustrado sabe cómo hacer para no espantar a sus contertulios y saborear sin tensiones las exquisiteces que le ofrecen.
Sabe que no debe abalanzarse sobre el pan antes de sentarse a la mesa, y que debe esperar que todos los comensales estén servidos para empezar a comer. Y si está en medio de un diálogo, evita, por supuesto, responder con un bocado en la boca.
Antes de empezar a comer, El Viajero observa la disposición de sus cubiertos y sabe que están colocados en un "orden inteligente". A la izquierda, de afuera hacia adentro, el tenedor para ensalada y luego, el noble tenedor mayor que espera el plato principal. Del lado derecho, también de afuera hacia adentro, se disponen, para ser usados en ese orden, la cuchara sopera, el cuchillo y la cucharita de postre.
Pero claro está, no todo es previsible. Hay menús que incluyen, por ejemplo, langostas o caracoles. Ambos platos requieren de utensilios especiales que obligan a maniobras casi cabriolescas. En ocasiones, El Viajero argumenta: "Soy alérgico, disculpe", con lo que evita enfrentarse a una langosta rebelde.
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El pescado no lo amedrenta: deja las espinas con naturalidad en un borde del plato. Bebe con moderación, no habla cuando mastica y sonríe si está desorientado. Es un buen recurso. Durante el almuerzo, que fue largo y fastidioso, Fortunata siguió muy encogida, sin atreverse a hablar, o haciéndolo con mucha torpeza cuando no tenía más remedio, escribió el genial Benito Pérez Galdós en "Fortunata y Jacinta", y El Viajero se apiada. El temor de parecer ordinaria era causa de que las palabras se detuvieran en sus labios. Doña Lupe, que la tenía al lado, respondía por ella o le soplaba lo que debía de decir.
No contando con la asistencia de Doña Lupe, El Viajero aguarda que le sirvan el vino y el agua y no se adelanta a tomar las copas; tampoco las señala. Y, mientras tanto, claro, sonríe.
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