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El Sacerdote de Dios.

El Sacerdote es hombre público y más cuando ejerce sus ministerios.

Urbanidad Eclesiástica
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1. El mediador entre Dios y los hombres.

¡O Sacerdos!, quis es tu?
Non es a te, quia de nihilo.
Non es ad te, quia mediator ad Deum.
Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.
Non es tui, quia servus omnium.

Así comienza una serie de reflexiones que aparece estampada en las primeras páginas de mi libro de acción de gracias para la santa Misa, y en tan profundas sentencias quedan delineadas las bases de cuantas obligaciones incumben al Sacerdote en el orden social y urbano. El Ministro de Dios no es tan sólo mediador del Creador para con sus criaturas, sino el mediador entre éstas y su Padre Omnipotente, por lo que necesita ponerse al habla con ellas para comunicarles auxilios y escuchar sus cuitas; y aunque pueda proclamarse esposo de la Iglesia, obligado a celar por la gloria de ésta y el bien de sus miembros, no dejará de tener que reconocer como verdadero timbre de gloria suya el que ponen los mismos Romanos Pontífices a la cabeza de sus principales documentos: "Servus servorum Dei".

El Sacerdote es hombre público y más cuando ejerce sus ministerios, que siempre redundan en beneficio de las almas. Como ya dijimos, su mismo rezo del Breviario es elevado por la Iglesia al rango de oración pública y en casi todos los demás actos del culto ha de ponerse en relaciones más o menos directas con los fieles. Por eso, aunque a primera vista parezca que un Clérigo revestido de sus sagrados ornamentos, no ha de preocuparse de más normas que las dictadas por la sagrada Liturgia y la Teología Pastoral, podemos muy bien preguntarnos con el autor del libro: "Correspondencia entre un ex Director de Seminario y un joven Sacerdote": "¿No tienen estos deberes relación alguna con la Urbanidad? Respondo afirmativamente -continúa el mismo escritor- y no sólo puede ofenderse a Dios descuidándolos, sino que se puede también faltar a las atenciones que se deben a los hombres en no pocos casos".

2. Organización de los cultos.

Para guardar a los fieles todas las atenciones que se merecen, la primera preocupación del Cura ha de ser organizar los cultos como más convenga al bien común. El afán desordenado de complacer siempre es cabalmente lo que ocasiona en muchos casos que todos queden mal servidos y disgustados. Cuando se subordina el provecho común al capricho de algunas personas piadosas que encargan tales o cuales cultos a determinada hora, no puede lograrse sino el general descontento, la aglomeración de los actos y la ausencia de los fieles, que estarán necesitados de que se les atienda.

Tanto en la distribución de las Misas, como en la determinación de las horas a que se celebren éstas y los demás actos piadosos, se ha de mirar y pesar muy bien el pro y el contra de todas las combinaciones posibles, decidiéndose por lo que resulte más beneficioso y cómodo para el común de los fieles, que bien merecen se les guarde esta pequeña atención.

A una parroquia importante y piadosa, en la que solían celebrarse las Misas y demás funciones cuándo y cómo se les antojaba a los feligreses que las encargaban fué destinado un nuevo Cura celoso y atento que, en cuanto vio los trastornos que este desorden producía, puso mano en su arreglo: estudió con sus compañeros de ministerio un horario para las Misas y actos ordinarios de culto, le promulgó solemnemente desde el púlpito, razonando bien las ventajas que de esto se seguirían para todos, con el pequeño sacrificio de los caprichos individuales, y todos aquellos buenos feligreses bendijeron la hora en que se tomó tal determinación, que hizo aumentase cada día más el contingente de fieles a la iglesia. Obrando así, es como se puede atender a todos y tenerles satisfechos de nuestra cortesía para con ellos.

3. La hora fija.

Esto exige necesariamente tener los cultos a hora fija, lo cual requiere otras dos atenciones: la de anunciarlos debidamente, y cumplir con exactitud el horario prefijado.

Dado el modo de vivir de la sociedad contemporánea, el culto a hora fija es algo imprescindible, para facilitar y conseguir que los fieles acudan al templo. "¡La hora fija! -escribía el actual Sr. Obispo de Málaga- ¡cuánto bien hace en una parroquia! La falta de puntualidad en la hora de la santa Misa o de los cultos, es causa bastante muchas veces para dejar desierta una iglesia. ¿Con qué cara exigiremos a una pobre sirvienta, a una madre de familia o a un hombre de negocios que oiga Misa entera los días festivos, si no tienen más que media hora estricta disponible, y ésta se la hacemos emplear en esperar a que salga una Misa, que no acaba de salir, a pesar de haber dado el tercer toque? La hora fija de los actos parroquiales no solamente atrae fieles, sino que es hasta un buen ejemplo de orden y seriedad que se da a las familias cristianas".

La hora fija es, por tanto, una atención que debemos al público; pero, para que sea completa y agradecida, se necesita poner en conocimiento de los fieles el horario prefijado. Esto puede hacerse dando la noticia en los periódicos locales y, sobre todo, estampando los cultos semanales en la hoja parroquial; pero en las localidades donde se carezca de estos medios, y aun donde con ellos se cuente, conviene acudir al fácil y cómodo recurso de la tabla anunciadora de cultos, colocada en el cancel del templo: bien se haga por medio de hojas impresas, en las que sólo haya que escribir las variantes semanales, o bien con cartelones artísticamente decorados, en los que se sobreponen las horas correspondientes, o si no hay otros medios, con un sencillo encerado; el caso es que cualquiera, que vaya a entrar en la iglesia, sepa los cultos que allí se harán.

Además está el recurso obligado del toque de campanas, con el que se debe avisar al público con precisión y sin engaño; pues sería una desconsideración para con los que acudan a los actos piadosos que las campanas anuncien cultos que no hay o que comienzan a horas distintas de la señal de salida dada con el último toque. Más que hacer exhibición de mucho culto con un frecuente y prolijo campaneo, conviene lograr que se dé crédito a la voz de la campana, pudiendo estar al tanto de los cultos que hay y cuándo comienzan, desde el propio domicilio.

Esta es otra de las consideraciones que debe guardarse al público: la puntualidad en comenzar las funciones sagradas. Podrán darse dificultades imprevistas u ocasionadas por los mismos fieles; pero es preciso que el público no se vea defraudado por culpa nuestra. Conviene avisar, para evitar trastornos y disgustos, que las Misas y demás actos comenzarán puntualmente a la hora que se anuncie... y cumplirlo, aunque no estén presentes los que encargaron los cultos, salvo el caso en que sean ellos mismos parte imprescindible, como en una boda o primera Comunión; pero por el afán de guardar puntualidad, no ha de caerse tampoco en el ridículo procedimiento, que en alguna parte he visto realizar, de salir revestido a la hora anunciada y esperar así en el altar a que lleguen las personas interesadas, lo cual es una desconsideración para con ellas mismas, pues se les expone a la pública afrenta, y una falta de delicadeza para los fieles que se hayan dignado concurrir al acto.

4. En la sacristía.

Respecto a la conducta que ha de seguirse en la sacristía, poco habrá que decir ahora, por no ser éste el sitio destinado de ordinario para tratar con los fieles.

En la sacristía de la iglesia del palacio Altemps de Roma, donde tantas veces celebró los divinos oficios el gran reformador del Clero, S. Carlos Borromeo, y cabalmente sobre la puerta que comunicaba con la estancia de este insigne Purpurado, se lee escrita con áureos caracteres la palabra "Silentium". Tal debiera ser la consigna que se guardase en todas las sacristías; de lo que se seguirían no pocas ventajas, incluso en el orden social; pues no son lugar de tertulia para los eclesiásticos, ni sala adecuada para recibir visitas de seculares, sino más bien recinto apto para el recogimiento que debe preceder o subseguir a la celebración de los divinos misterios.

Esto no obstante, algunas veces se verán los feligreses precisados a entrar en la sacristía para la gestión de sus asuntos: en tales casos conviene que se les atienda cortésmente y se les despache con rapidez, cuidando además de que no puedan encontrar allí nada que les desedifique ni moleste. Para lograr esto será imprescindible tener bien educada a la servidumbre, haciendo que los sacristanes guarden con todos las fórmulas del trato social, y que los acólitos no conviertan aquellos lugares en campo de sus travesuras infantiles. También sería de muy mal efecto que el público viese a los Sacerdotes fumando en aquel recinto, o que las palabras que dentro se hablasen pudieran ser oídas por los que en el templo oran en silencio. Todo esto se evitará fácilmente donde la sacristía tenga adosados otros departamentos aptos para tales necesidades.

5. En el altar.

En el altar es donde el Sacerdote ha de patentizar con más empeño ante los hombres toda la majestuosa dignidad que implica el ser Ministro de Dios.

No ha de olvidar que en el templo habrá ojos que le observen, atisbando hasta los más mínimos detalles, tales como: la limpieza de los zapatos, el estado y atavío de los ornamentos, y sobre todo su compostura exterior. Además, para alejar toda sospecha, tiene que poner en práctica lo que San Francisco de Sales llamaría "ver sin mirar", no permitiéndose, cuando esté en funciones ministeriales, miradas indiscretas o insistentes, ni saludos o sonrisas, aun para las personas más conocidas.

Otro de los detalles que deben tenerse en cuenta para no molestar al público es la celeridad o lentitud con que se practiquen los cultos y ceremonias. No se ha de confundir la lentitud con la gravedad en los actos piadosos, y esto tanto en las funciones solemnes, aglomerando en ellas ejercicios devotos que las hagan largas y pesadas, como en la misma celebración privada de la santa Misa, haciendo la lectura tan pausada y tan prolijos los mementos, que causen tedio a los circunstantes. Quédese el prolongar con éxtasis y arrobamientos la celebración de los divinos misterios para los grandes Santos, como Felipe de Neri, que se vio precisado a no celebrar la Misa en público y a poner una campanilla junto al altar de su oratorio para llamar al acólito, que a veces le dejaba solo mientras le duraban tan prolongada enajenación de sentidos. Mas no vayamos a caer en el extremo opuesto de la precipitación mascullando preces ininteligibles desde el púlpito, suprimiendo oraciones o parte de ellas, y sobre todo celebrando o distribuyendo los santos Misterios Eucarísticos con tal desenvoltura y precipitación, que sea más bien profanarlos. Cuéntase del insigne Maestro, el Beato Juan de Avila que, como viese a un Sacerdote decir la Misa con más prisa que reverencia, se acercó disimuladamente al altar pretextando arreglar una vela torcida, y le dijo muy quedo: "Trata bien al que tienes entre tus manos, que es Hijo de muy gran Padre y muy buena Madre".

La caridad, a una con la cortesía, aconsejarán que en algunas ocasiones suprimamos, acortemos o interrumpamos nuestras prácticas piadosas para atender al bien de las almas. El Obispo de Belley cuenta del dulcísimo San Francisco de Sales, que cuando estaba dando gracias después de haber celebrado la santa Misa, si le avisaban de que alguien le llamaba al confesonario o para tratar cualquier asunto, se encaminaba inmediatamente a cumplir estos deberes, dejando para otra ocasión el completar sus rezos y devociones.

6. Ambiente litúrgico.

Convendrá, finalmente, indicar otro deber que los Sacerdotes tenemos para con Dios y para con sus fieles hijos: someter dócilmente todos los actos de culto a las prescripciones de la sagrada Liturgia, que es el verdadero código de la etiqueta eclesiástica, y orientar la piedad de las almas por estos seguros derroteros.

"Porque -como dice el P. Agustín Rojo, O. S. B.- la Liturgia desempeña doble oficio: es, en primer lugar y principalmente, la forma auténtica del servicio de Dios, de la adoración perfecta; y es, al mismo tiempo, la escuela de formación de servidores de Dios, de adoradores perfectos en espíritu y en verdad, que son los que busca el Padre."

Si queremos, pues, rendir a Dios el culto debido y enseñar a los fieles las normas más perfectas para cumplir sus deberes religiosos, saturemos nuestra iglesia de ambiente litúrgico; pues, como demuestra el P. Santiago Alameda, O. S. B., en "La piedad antigua", para algo "la Esposa de Jesucristo ha sido constituida por su celestial Esposo directora y maestra suprema de las almas, y sus normas de dirección están obligadas a seguirlas los demás directores a Ella subordinados y encargados de cada individuo en particular".

 

Nota
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