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Protocolo y cotidianeidad.

Una de las normas de buena ciudadanía que se están perdiendo en nuestro entorno era aquella tan bonita que los automóviles se detuvieran en los pasos de cebra.

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Cada vez se dan más cursos de protocolo: tienen éxito esas convocatorias, a lo que se ve, porque, si no, ni las convocarían ni serían negocio. Lo que uno se pregunta es quiénes acuden a estas citas docentes y a qué van, porque la simple buena educación, o sea, los modales, se deterioran progresivamente. No digo ya en recepciones y en banquetes oficiales, que eso es la repera y cualquiera puede meter la gamba (que, por cierto, ¿se come con la mano o no?), sino en la vida cotidiana. O sea, abrirle la puerta a una señora, cederle el asiento a una persona mayor en un transporte público, etcétera.

Hablando de ceder y de gambas, oigan. Una de las normas de buena ciudadanía que se están perdiendo en nuestro entorno era aquella tan bonita y que hasta maravillaba a nuestros visitantes de que los automóviles se detuvieran en los pasos de cebra, aunque carecieran de semáforo, para permitir el paso de los peatones. Hoy, el transeúnte debe andarse con ojo, porque como cruce desprevenidamente, puede estar dando sus últimas y despreocupadas zancadas de su vida. Achaco yo la pérdida de tan idiosincrásica costumbre precisamente al batiburrillo de idiosincrasias en que nos movemos, es decir a que hay mucho conductor por estos lares no educado en los usos y maneras que han caracterizado la forma de manejar del chicharrero, en particular, y del tinerfeño, en general, durante tantísimos años.

En cuanto a lo de las gambas, pues, no sé. En mi humilde opinión se cogen con las manos y por eso te dan luego unas servilletitas perfumadas o un bol con agua templada, coloreada y con limón, que más de un botarate se ha bebido como un complemento del marisco en lugar de emplearla en el aseo de los dátiles tras las operaciones realizadas en la anatomía del artrópodo con la finalidad de zamparse su exquisito interior. Quien dice gambas dice cigalas, aclaro. A todas estas, no puedo consultar, para poner fin a mis dudas, el mejor libro de buenos modales en la mesa, escrito hace ya décadas por Pitigrilli, y titulado precisamente, para perplejidad de buena parte del personal que se empeña en utilizar el bisturí quirúrgico con los minúsculos y delicados camarones, "El pollo no se come con los dedos".

A la mayoría de la gente maleducada se la ve venir. Pero no se ve venir a otros que parecen haberse instruido en colegios de pago y haberse desenvuelto en ambientes cultos y refinados, pero que, luego, cuando tienen alguna brizna de alimento entre las piezas dentales, no dudan en agarrar un palillo ante el resto de los comensales y pegar a hurgarse en la dentadura en busca del susodicho y molesto cachito de lo que fuera, tapándose, eso sí, la boca con la otra mano, como si ese gesto de ocultación convirtiese la guarrada en algo socialmente admitido y hasta elegante, según su erróneo y desagradable entender. Qué cosas.

 

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