Tarde tercera. De los deberes para con los padres.
Primeramente es menester que amemos a nuestros padres más que a nosotros mismos.
Jacobito. - Papá, ¿a que adivino con qué piensa V. entretenernos esta tarde?
Luisita. - ¿ Con qué, Jacobito?
Jacobito. - A mí me parece que, después de Dios, deben seguir nuestros padres, y de esto es de lo que nos hablará V. hoy.
El Padre. - Tienes razón. No es esta la primera vez que os he hablado de los deberes de los hijos para con sus padres, y estoy seguro que los conocéis, porque lo veo por experiencia, aun cuando no sepáis explicaros.
Emilio. - Papá, como V. nos ha hablado tantas veces de esto, déjeme V. decir lo que yo se, y si acaso no digo bien, V. me corregirá.
El Padre. - Yo te oiré con mucho gusto, además de que así te ejercitarás en discurrir y hablar delante de gentes. Di pues, lo que quieras.
Emilio. - Primeramente es menester que amemos a nuestros padres más que a nosotros mismos, porque debemos sacrificarnos por ellos si fuere necesario. Nos han dado la vida, tienen cuidado de nosotros a todas horas, y son para nosotros en la tierra lo que Dios es en el cielo para todos los hombres. Como todo lo que los padres hacen es para nuestro bien, sus órdenes deben sernos sagradas; por esta razón gruñir y refunfuñar cuando mandan algo los padres, es una falta; y desobedecerlos, un crimen. Si nos dicen que estudiemos, no es para atormentarnos, sino para que seamos con el tiempo hombres de provecho. Cuando nos castigan, es porque lo merecemos; si no fuera así, nunca estudiaríamos, y seriamos unos holgazanes. Yo he oido decir a papá que un muchacho glotonazo, si no le corrigen el vicio de comer mucho, se vuelve perezoso y con el tiempo se da a la borrachera y arruina a su familia. El muchacho colérico llegaría a hacerse un furioso y tal vez un asesino. Todo esto, y las desgracias que de aquí seguirían se remedia con los castigos de los padres; y a ellos debemos el ser activos, instruídos y buenos.
Jacobito. - Papá, Emilio ha hablado como un predicador, voy a darle un abrazo. Aunque yo soy el mayor, veo que tú sabes más que yo, y si papá quiere yo también diré algo, aunque no tan bien como Emilio.
El Padre. - Habla, hijo mió; no sabes el gusto que me das con eso, y con el amor que tienes a tu hermano. Alegróme al ver que no abrigas en tu pecho la envidia, pasión mezquina y rastrera, capaz por sí sola de sofocar en su origen todas las virtudes.
Jacobito. -El amor y el respeto deben ser las bases de la conducta de un niño, debiendo manifestarlos para que sus padres tengan la dulce satisfacción de ver que son amados y respetados. Yo suelo advertir que cuando abrazamos a papá, las caricias nuestras le causan gran placer, y contribuyen a su felicidad; por esto un hijo debe manifestar los buenos sentimientos que abriga en su corazón. Todas las mañanas debemos informarnos si nuestros padres gozan de buena salud; y todas las noches desearles un descanso feliz. Faltar a este deber es una indiferencia culpable que puede afligir a los padres. Los hijos, que como nosotros, tienen la fortuna de recibir todos los dias la bendición paternal, deben recibirla con el más profundo respeto, considerando que la voluntad de Dios se expresa por la boca de los padres virtuosos (Nota 1).
Emilio. - Jacobito, lo que acabas de decirnos lo has dicho mucho mejor que yo; ¿es verdad, papá?
(Nota 1: Algunas personas respetables tienen la costumbre de echar la bendición a sus hijos antes de enviarlos a la cama. Esta costumbre, generalmente establecida en los Países Bajos, debiera extenderse a todas las familias honradas. El padre que todas las noches llama a sus hijos, extiende las manos sobre sus cabezas, hace una corta oración en silencio para que sean honrados y felices, este padre no parece a la vista de su familia un mortal ordinario, sino el agente mismo de la Divinidad, el que tiene el derecho de hacer que baje del cielo el bien o el mal sobre su hijo. Esta acción tan sencilla está muy lejos de ser indiferente; pues además de dar más autoridad a los padres, inspira la virtud y viene a ser la salvaguardia de las buenas costumbres. No se echa la bendición a su hijo sin querer parecer respetable a sus ojos; y el que no lleva consigo el germen de la depravación, jamás recibe la bendición paternal sin desear ser digno de ella. Y ¿habrá quien crea que el recuerdo de este momento religioso no sea en lo sucesivo un placer que cause gran delicia? ¡Qué resorte tan poderoso para una buena educación pudiera ser esta costumbre en manos de un padre razonable! "Hijo mío, podría decir, hoy no te doy mi bendición, porque has faltado a tus deberes". Estas palabras en un corazón bien nacido, causarían la impresión del rayo.)
El Padre. - Estoy contentísimo con los dos; tengo el consuelo de ver que mis lecciones no son infructuosas. ¡Dichosos vosotros sino las borráis de la memoria y observáis lo que os digo! ¡Cuan feliz será mi vejez a vuestro lado si Dios me permite llegar a ella! Hasta ahora, hijos mios, habéis hablado solamente de los padres que aman a su familia, y marchan por el camino de la justicia; pero desgraciadamente existen hombres destituidos de los sentimientos más naturales, o que por sus vicios y crímenes pertenecen a una clase infame, y son odiados del público; ¿qué deben en tal caso hacer los hijos?
Jacobito. - Es una desgracia bien grande; mas yo no sé lo que deben hacer.
Emilio. - Ni yo tampoco.
El Padre. - Un buen hijo debe lamentar esta desgracia, seguir un camino opuesto al de su padre, y guardarse bien de despreciarle, porque esto sería un crimen. Si no puede lograr con sus consejos que entre en el sendero de la virtud de donde se ha descarriado, debe guardar un respetuoso silencio; debe, haciendo todo lo posible, cubrir sus culpas y ocultarlas a la vista del público. Muy vil y despreciable es el hijo que revela las faltas de sus padres, y merece la maldición de ellos aquel que, olvidando la voz de la naturaleza, va a acusarlos a los hombres. Nada hay que nos autorice a faltar al respeto debido a los autores de nuestros dias.
Luisita. - Papá, no se enfade V., pues nosotros no somos malos.
El Padre. - Ven a mis brazos, hija de mi corazón; yo nunca puedo enfadarme con hijos tan buenos como vosotros. Ahora os contaré un caso sucedido en Francia en 1787.
Luisita, haciendo caricias a su padre. - Sí, sí, papá; porque yo ya empezaba a estar triste.
El Padre. - Los presos de una ciudad de Francia estaban condenados a barrer las calles. Un dia se acercó a uno de ellos un joven y le besó la mano tiernamente. Un caballero que vio esto desde la ventana llamó al joven, y le dijo que no se besaban las manos de los presos de la cárcel. "¡Ah, respondió el joven derramando lágrimas, y si el preso es mi padre!" ¡Cuánto valor, cuánta terneza encierra esta respuesta! Un orgulloso, un ingrato, hubiera hechado a correr por otra calle al ver al desgraciado anciano; este bueno y respetable hijo vio solamente la desgracia de su padre, y olvidó la vergüenza de su situación.
Luisita. - Papá, ese caso es muy bueno, pero ha sido tan corto...
El Padre. - Os contaré otro que os guste.
Emilio. -Sí, sí; y tu Jacobito, no estés tirando la cola al gato, pues me distraes, y yo quiero oírlo todo bien.
El Padre. - Ha dicho antes Emilio que un hijo debía sacrificarse por sus padres, si fuese necesario; muchísimos hijos ingratos hay que luego que pueden pasar sin el socorro de sus padres los abandonan y dejan perecer en la miseria.
Emilio. - ¡Qué hijos tan malos! Papá, no cuente V. cosas tristes.
El Padre. - Lo que voy a referiros es un caso singular de piedad filial. Una pobre viuda tenia tres hijos, y apenas bastaba su trabajo para mantenerlos y atender a las necesidades de ellos. Los tres hermanos querían a su madre entrañablemente, y como la veían afligida muchas veces por no saber cómo ganar su alimento, tomaron una resolución bien extraña. Acababan de publicar que el que entregase a la justicia el autor de cierto robo, recibiría una suma bastante considerable de dinero. Los tres hermanos convinieron entre si que uno de los tres pasaría por el ladrón, y que los otros dos le conducirían al juez. Echaron suerte, y tocó hacer de ladrón al más joven, que se dejó atar y conducir ante el juez. Pregúntale el magistrado, y responde que él es quien ha cometido el robo, con cuyo motivo le llevan a la cárcel, y dan a los que le presentaron la suma prometida.
Afligidos entonces con la desgracia de su hermano van a consolarle en la cárcel, y creyendo que nadie les veia se arrojan a sus brazos y empiezan a llorar. El magistrado, que fué por casualidad a la prisión, los sorprendió en esta actitud, y quedó admirado al ver un espectáculo tan extraño. En seguida da la comisión a un agente suyo para que siga a los delatores, mandándole que no los pierda de vista hasta rastrear algo que pueda aclarar un hecho tan singular. El agente desempeña la comisión, y cuenta como ha visto entrar a los dos jóvenes en una casita muy pobre; que habiéndose arrimado a ella, oyó que contaron a su madre lo que acababan de ejecutar por amor de ella; que la pobre mujer al oir esto había empezado a dar mil gritos, mandando a sus hijos que restituyesen el dinero que traían, diciéndoles que prefería morir de hambre antes que conservar su vida a espensas de la de su hijo.
Apenas se atreve el magistrado a dar crédito a lo que le cuentan; manda venir al preso, le pregunta de nuevo acerca del pretendido robo, le amenaza con el suplicio más cruel; pero el joven se mantiene firme en declararse culpable. "Basta, basta, le dijo el juez dándole un abrazo, ¡joven virtuoso, tu conducta me asombra!" Inmediatamente se presenta al emperador a darle parte. Admirado el príncipe de una acción tan heróica quiso ver a los tres hermanos, les hizo mil caricias, señaló una buena pensión al más joven, y otra menor a los otros dos (Nota 2: Florian ha hecho de este caso una novelita muy interesante.)
Raras veces la fortuna pone a los hombres a pruebas semejantes; pero la naturaleza manda a los hijos que no las teman cuando se trata de salvar la vida de aquellos a quienes deben su existencia.
Jacobito. - ¡Cuánto me alegraría poder conocer a esos tres hermanos tan buenos!
Emilio. - Y yo también, me parece que seríamos muy buenos amigos.
El Padre. - Vamos a dar un paseo para volver a cenar luego, pues tenemos que madrugar mañana para ir a ver a vuestro tío Antonio.
Jacobito. - ¿Y por la tarde nos contará V. algo?
El Padre. - Si el tiempo está bueno volveremos por el mar, y en tal caso, si no os mareáis, os entretendré con alguna cosa.
Luisita. -Yo no me mareo, papá.
Jacobito y Emilio a un tiempo. - Ni yo tampoco.
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