
La ira y la urbanidad.
Son muy pocas las personas que conservan siempre una igualdad de ánimo; la mayor parte son variables, y muchas se mudan ligeramente al soplo da cualquier viento.
La ira y la urbanidad.
Son muy pocas las personas que conservan siempre una igualdad de ánimo; la mayor parte son variables, y muchas se mudan ligeramente al soplo da cualquier viento. A veces mansas, a veces irritadas; ahora tiernas y ahora duras; hoy alegres y mañana tristes; en un, instante sufren con gusto cualquiera chanza por amarga que sea, y en el otro se irritan por una bagatela. De aquí se originan, a veces, ciertos disgustos que nos hacen incurrir en muchas faltas contra la urbanidad.
Por una palabra dicha regularmente sin doblez, y que nosotros interpretamos mal, y que con nuestras malignas cavilaciones le damos la malicia qua no tiene, prorumpimos en quejas inoportunas, y se nos escalan algunas expresiones duras e insultantes. Si cuando se nos hace alguna injuria la sofocáramos al momento, no llegaríamos a impacientarnos, pero como la solemos grabar profundamente en nuestro corazón, va tomando fuerzas por instantes, y llega a enconarse de manera que no somos ya capaces de contenernos.
Al principio es fácil reprimir los movimientos de la ira; entonces no es más que una chispa que podemos apagar como un leve soplo; pero si la dejamos tomar aumento, si la dejamos encrespar, ya no hay quien pueda sofocarla. No es ya, entonces, un fuego que abrasa, es un volcán que vomita piedras y peñascos, fuegos y llamas que destruyen y devoran cuanto encuentran a su alrededor.
Pero, ¿cómo es que el hombre, que es el soberano de la tierra que ejerce su dominio sobre todas las criaturas vivientes, que con el vuelo de su entendimiento sabe elevarse hasta la región de la luz, observar los planetas, seguirlos en la rapidez de su carrera, medir el espacio, calcular el tiempo, disponer de los elementos, y que con su industria ha sabido vencer los animales más feroces, domarlos, subyugarlos y disminuir su perversa raza, no sabe a veces refrenar su ira ? Es que el hombre se dedica con más gusto a observar la naturaleza, y seguirla en su marcha para sorprenderle algún secreto, que no a examinar su corazón, y estar atento a los movimientos de sus pasiones para contenerlas y subyugarlas enteramente. Por eso, la paciencia o la impaciencia, es la que distingue al bueno y sabio, del ignorante y malo; aquel con la paciencia refrena su ira, este no sabe enfrenar la suya.
Contemplemos a una persona en la quietud de su gabinete con la regla y el compás tirando líneas para la formación de un mapa, o examinando con el microscopio las fibras más delicadas de los animales, cuyas entrañas todavía palpitan, o ya sea abismándose en el conocimiento de las ciencias más profundas; ¡qué varón tan sabio! Pero veámosle como se presenta en una tertulia donde la paz, la armonía y las festivas gracias expresan el humor alegre de todos los concurrentes, y el placer de verse allí reunidos. Uno dice una chanza inocente; pero otro la toma por otro semblante malicioso, y le pide que explique el sentido de aquella expresión y manifieste el fin que ha tenido para decirla. Uno le contesta con el mismo tono de zumba, y el otro se enoja; el concurso entra a la parte con uno para chancearse, y el otro se irrita. Ya no es un sabio, es un loco, un furioso; las partes de su rostro alteradas de un modo extraordinario manifiestan la rabia que le devora interiormente, y cada movimiento de su corazón enfurecido se expresa por rasgos más propios de una fiera que de un hombre. He aqui como, por no saber sufrir una ligera chanza dicha con candor, acaba una persona respetable de llenar de ácibar y veneno una tertulia que no respiraba sino gustos y placeres.
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