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El respeto a la vejez.

Las personas mayores pueden enseñar a los más jóvenes muchas cosas, pero los mayores conocimientos van a venir de su dilatada experiencia.

Reflexiones sobre las costumbres. 1818
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El respeto a la vejez.

¿Por qué aprecia el hombre todo aquello que cuenta más siglos de antigüedad? Se enajena a vista, o a la relación sola de aquellos antiguos y soberbios monumentos del arte, que pudieron salvarse entre las ruinas que causa el tiempo con su mano devastadora. ¡A costa de cuántos trabajos, y con qué inmensos gastos no se hacen excavaciones para desenterrar una lápida no más, que solo sirve para satisfacer una vana curiosidad, y en la que se fatigan los entendimientos para descifrar unos caracteres que tal vez dirán cosas muy diversas de aquellas que les hacen decir! Cierto que el hombre es muy vano, pues se entretiene en tantas frivolidades. Y ¿cuáles son los frutos de estas fatigas que se toma por ellas? ¿Se mejoran las costumbres?

No nos tomemos pues el trabajo de recorrer países lejanos para ver las revoluciones que son la obra del tiempo, ni nos cansemos en leer en las historias la magnitud asombrosa, el arte maravilloso, y las figuras geroglíficas de aquellas pirámides tan celebradas de Egipto ni otros monumentos de esta clase; ciñámonos a nuestros tiempos, examinemos la sociedad en que vivimos, y encontraremos en ella otros monumentos de antigüedad, cuyo conocimiento nos será más útil, y cuya vista sola servirá de instrucción a los jóvenes, a quienes parece que el tiempo detiene su veloz carrera para dejarlos que se coronen de flores y vivan en delicias.

¿No vemos entre nosotros esos ancianos, cuyas personas debemos honrar, y ante cuyas canas debemos levantarnos? ¿Por qué no estudiamos en esos monumentos, y sabremos que en la naturaleza todo se muda, todo se altera, todo perece? Esos mancebos que se lisonjean de que no ha de llegarles jamás aquel tiempo, sabrán que están cercanos a una vejez anticipada por el abuso que hacen de sus facultades y de sus fuerzas; y que aun cuando no abusen de ellas han de llegar a sentir el peso de los años, como no les llegue antes lo que menos piensan que es la muerte.

Pero el daño está en que en el día no se descubren tales monumentos. ¿Dónde se encontrará un anciano, ante cuyas canas debamos levantarnos en señal de veneración y de respeto, cuando todos se avergüenzan de las canas? Yo observo a D. P.P. sobre cuyas espaldas carga el peso de setenta años; le miro la cabeza, y la veo con unos cabellos tan rubios y tan bien dispuestos que es un encanto; reparo en sus cejas, sus pestañas y sus patillas, y me admira la belleza de su tinte; fijo la vista en su boca, y la veo poblada de dientes limpios y blancos como el marfil. Le sigo en su marcha, y aunque le vacilan las rodillas, y se le nota cierto temblor en manos y cabeza, sin embargo, le veo darse un aire de petimetre que enamora. No le pierdo de vista, y le veo sentarse al lado de una señorita de quince años; ¡válgame Dios! ¡qué ternezas no le dice! ¡qué miradas tan amorosas y penetrantes! ¡qué quiebros y qué contoneos! ¡qué expresiones tan azucaradas!

Verdad es que más allá, y casi enteramente apartado de la sociedad descubro a D. C.C., cuyas canas añaden cierta gravedad augusta a su rostro venerable; ¡qué majestad en todas sus acciones y movimientos! ¡qué peso en sus palabras! Como empleó su vida en los trabajos que cada hombre debe a la sociedad, y como todos hacen justicia a sus méritos, se deleita con estas consideraciones, se complace con las memorias halagüeñas que le ofrecen sus hechos, y goza plenamente del tiempo que se le concede, sin que se le presente jamás ninguno de aquellos recuerdos que suelen ser el martirio de los viejos casquivanos. Su vasta erudición, y su conversación amena atraen a muchas personas sensatas, que deseosas de oír sus sabios discursos, se colocan junto a él, como los discípulos de Platón se juntaban a su alrededor en el promontorio de Sunio, por oír los arcanos de la ciencia y de la virtud revelados por aquella lengua respetable y encantadora. Mas ¡por un D. P.P. que se descubre tal cual vez, cuántos D. C.C. no se ofrecen a cada paso!

 

Nota
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