Personas agradables y desagradables. El arte de agradar
Son incontables las personas buenas, virtuosas y dignas de afecto que no disfrutan de nuestra simpatía por sus asperezas de carácter...
La relaciones con personas de trato agradable y personas virtuosas. Las imperfecciones humanas y los errores
Aquella urbanidad
Es cierto, desgraciadamente, que en la vida abunda más lo malo que lo bueno; también es cierto que es mucho mayor el número de las personas desagradables que el de las agradables.
Pero asimismo es cierto que hay mucho bueno desconocido y mucho malo por conocer.
Son incontables las personas buenas, virtuosas y dignas de afecto que no disfrutan de nuestra simpatía por sus asperezas de carácter y por la adustez y severidad de sus juicios sobre todo y sobre todos.
¿Es acaso preferible la adulación oficiosa, que por lo común es máscara de la hipocresía?... Nada de eso.
Pero convengamos en que todas o casi todas las señoras, por exentas que estén del pecadillo de la vanidad, sienten el noble deseo de ser bien recibidas, de verse afablemente tratadas, de saber que se las estima en lo que valen y de estar convencidas de que su presencia en cualquier parte es motivo de satisfacción para cuantos las rodean.
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¿Cómo se alcanza ese hermoso ideal, que, en suma, es sólo el premio a una exquisita educación del sentimiento?...
No hacen falta grandes sacrificios, ni heroísmos sobrehumanos, ni abnegaciones extraordinarias. Basta lisa y llanamente con otorgar aquello que deseamos recibir.
Para que se nos trate con benevolencia, seamos siempre benévolas. Bien entendido que la benevolencia no estriba en cerrar los ojos para no ver lo que es reprobable y merece y debe ser reprobado.
En el cielo de las almas honradas hay por voluntad divina un sol esplendoroso: la bondad. Al calor de ese astro rutilante nacen, crecen y se desarrollan, floreciendo y dando sazonados frutos, esas grandes virtudes que se llaman justicia, lealtad, abnegación, paciencia, generosidad y heroísmo; virtudes que, por lo general, proporcionan como única recompensa a quien las practica la hermosa satisfacción que emana del deber cumplido.
Pequeña en cierto modo, como rayito del sol de la bondad, es la virtud de la benevolencia; virtud que, a semejanza del áureo hilo de luz solar, cae sobre los defectillos humanos, los bruñe y los viste con brillanteces tales que, sin disfrazarlos, los hace aparecer menos feos.
La fuerza de la benevolencia no consiste en su seguridad; consiste generalmente en que, con discreción finísima, ni miente ni trata de engañar.
Las personas que se mueven a impulsos de malquerencias, complácense en poner de manifiesto, casi siempre exagerándolos, los lunares o defectos del prójimo.
Las que obran movidas por afanes benévolos no han de dar y no dan en el extremo opuesto.
Conozcamos a fondo las debilidades y las imperfecciones humanas, y por lo mismo que las conocemos, procuremos encontrarles disculpa.
Comprobemos por experiencia propia que el mundo, cual grandiosa medalla acuñada por el Creador, tiene anverso y reverso, y hecha la comprobación, apliquémonos a mirarla por su cara más favorable.
¿Verdad que nos duele mucho cerciorarnos de que se ha interpretado torcidamente un dicho nuestro o un acto desprovisto de malicia y acaso lleno de noble deseo?... ¿Sí? Pues por lo que nos duele, calculemos lo que dolerá a los demás que juzguemos desfavorablemente lo que hablan o ejecutan, tal vez con afanes tan sinceros y honrados cual los nuestros.
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Cuando nos juzguen erróneamente no sintamos rencor contra nuestros jueces, y tengamos valor suficiente para disculpar su equivocación y para olvidarla. Esto es lo que desearíamos que hicieran con nuestros errores. Este es, en fin, el secreto de la benevolencia.
Para las grandes faltas, para los momentos supremos de la vida, se necesita de la clemencia y de la piedad; para las molestias, alfilerazos y desazones minúsculos a que nos expone el trato cotidiano, no tenemos derecho a pedir más que lo que tenemos el deber de dar: benevolencia.
La travesura de un niño, el aturdimiento de una jovencita, la ligereza de una señora o la indiscreción de una anciana son, para algunos, groserías, faltas de educación, defectos intolerables. Y, sin embargo, una sonrisa amable, una advertencia afectuosa, bastarían para que el que claudicó se apresurase a ofrecernos excusas de arrepentimiento leal.
En la intransigencia, antes que rectitud de carácter, suele haber la vanidad de pasar por observador sagaz y por persona instruidísima y educadísima.
En la tolerancia cariñosa hay un perdón que no humilla, una limosna que la virtud hace, escondiendo la mano, a los más débiles o a los más ignorantes.
¡Cuánto mejor y cuánto más caritativo es rectificar hábilmente un error que abochornar a una señorita o a una señora por una distracción o un olvido nada transcendentales!... De un modo ganaremos amistad y gratitud; del otro nos expondremos a desdenes y a represalias.
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Además, la benevolencia resulta la piedra de toque que permite aquilatar la elevación en el pensar, la delicadeza en el sentir y el grado de educación de los que forman la sociedad en que vivimos.
Habrá quien observe que la benevolencia es innata, y que se nace benévola o no benévola.
Verdad es que el temperamento influye mucho en la mayor o menor tolerancia de criterio. Mas no cabe desconocer que la benevolencia se adquiere por fuerza de costumbre bien disciplinada.
¿Quieren mis lectoras un modelo en que aprender tolerancia para con el prójimo?... Mírense en el espejo de sus procederes como madres, si lo son, o en el espejo de cualquier madre buena, si es que no han sentido el alborozo de la maternidad.
La madre buena y discreta conoce, aun cuando no los diga, los grados de belleza física, entendimiento y virtud de sus hijos.
Con blandura aparente, pero con severidad inflexible, encauza y corrige los defectos que nota en los pequeñuelos, y sin embargo, al reprender lo hace siempre hallando en su fuero interno disculpa para el goloso, para el alborotador, para el holgazancillo; corrige perdonando y perdona olvidando la falta. Al castigo va unida la caricia; al regaño, la frase toda dulzura, y los niños, con inconsciencia consciente, conocen y repiten que su madre es muy bondadosa.
Seamos, pues, como esas madres que a medida que envejecen se van sintiendo más dispuestas a excusar las faltas de los demás; seamos como son las abuelitas, que a modo del sol de invierno embellecen con su sonrisa los campos yermos y las almas sin flores.
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